Tras el rastro de Jenny (Fragmento)
Los ejércitos
están en el lugar y la hora convenidos. Las pisadas de los miles de legionarios
y sus monturas hacen temblar el suelo del valle. El cielo está oscuro aún, y no
se vislumbra un brillante amanecer. Es como si la naturaleza supiera que se
está gestando una gran confrontación, y que mucha sangre se ha de derramar en
algún lugar. Sobre sus tatuajes, los Heracleanos pintaron marcas de colores,
señalando su pronta participación en el combate; llevan consigo largas picas
adornadas con plumas blancas, negras y pardas, arcos y aljabas, filosas espadas
en sus vainas de cuero amarradas a las espaldas, látigos con bolas de metal,
dagas y otras armas filosas de diversidad de formas. Son altas montañas de
carne y hueso cubiertas de peludas ropas. Son la versión más humana de los
temidos orcos. Los elfos, señores de los bosques, de los desiertos y las
ciénagas; marchan ordenadamente con sus arcos y saetas, espadas y dagas, y sus
maravillosas y pulcras vestimentas de batalla; ondeando al viento, que irrumpe
desde el norte de las Tres Fuentes, los altos estandartes de cada una de las
facciones. Las tropas se detienen y esperan ser transportadas mágicamente hasta
el lugar de la cruzada.
Los mismos
generales y capitanes, entran en la carpa junto con sus líderes. El resto de
las tiendas ya han sido levantadas, y solamente pocas hogueras queman los
restos de los leños que les daban vida.
—Depositad el
cristal en el centro de la mesa —me dijo Lord Argus—. Que él nos revele dónde
se encuentra vuestra hermana. Dejadla y convocad su poder.
Así lo hice,
coloqué el cristal en la mesa y me aparté unos pasos de ella; un destello
parpadeó en su interior un instante después.
—Anda, joven Daniel,
habladle y solicitadle su ayuda —me conminó Ebrón.
Alana me miró y esperó callada mi reacción. Yo
me adelanté un poco a la mesa y dije:
—Cristal...
—Pensé cómo debía de hacer mi petición de modo que no la echara a perder. Toda
la noche la había pasado en vela, formulándola de una y otra manera, y no
llegué a nada; finalmente dije—: Cristal, ¿el lugar en donde se encuentra Jenny
es accesible por tu medio?...
Y volvió a
ocurrir lo que antes sucedió: el mundo se detuvo otra vez, y aquel viejo
barbado se materializó de forma traslúcida, inmaterial. Su figura incorpórea se
ondeaba suavemente como movida por una ligera brisa.
—Sí, el lugar en
donde está vuestra hermana es accesible por mi medio... Y si tu próxima
pregunta fuere: ¿En dónde se encuentra? —Yo meneé rápidamente la cabeza,
afirmando—. Bien. Ella se encuentra en el Universo de la Oscuridad, en donde
habitan los Magos Oscuros, pero os diré que ella no es su prisionera.
Traté en el
momento de digerir lo que me decía.
—¿No lo es?
—dije frunciendo el ceño—. ¿Cómo, no es una rehén?
—No, vuestra
hermana colabora con ellos libremente.
—¡Eso es
mentira! —miré a mí alrededor, a los elfos, a los Heracleanos, y a Mark,
esperando que ellos no oyeran lo que mis oídos escuchaban—. No puede ser. Debes
estar equivocado; ella no podría estar de su lado... —dije entre dientes—. ¿Estás
seguro que no está bajo su poder, un hechizo, o algo así?
—No hay
encantamiento, pero ella es presa de la mentira. Es presa de su buena voluntad.
—¡Llévanos allá! —le pedí.
—Así
será... Este es vuestro tercer deseo,
pero os diré que penetrar en su fortaleza no puedo; os dejaré al pie de ella. Y
recordad esto: no hay deseo que te ayude a penetrar hasta el castillo más que
vuestra propia voluntad y esfuerzo... Decidles a vuestros reyes que se preparen
para el viaje. Cuando estén listos, llevadme por encima de vuestra cabeza y
formulad el deseo, y todo será hecho al instante.
Sentí como un
golpe de aire en mi cuerpo; todo volvió a lo normal.
—El cristal dice
que Jenny está en el Universo de la Oscuridad, donde se encuentran los Magos
Oscuros. Él nos dejará afuera del castillo. Deben avisar a su gente para
partir.
Axil levantó la
barbilla, y uno de los elfos abandonó la carpa. Afuera, la orden fue
transmitida a otro más, quien alzó una larga banderola de color rojo, señal que
fue replicada por otros con iguales banderolas. Pronto, regresó el primer
mensajero para indicar que la orden estaba cumplida. Entonces, salimos de la
carpa; los reyes, generales y capitanes se fueron con sus correspondientes
tropas. Montamos los unicornios. Alana permaneció a mi lado e, inesperadamente,
me tomó de la mano y me dio un beso en la mejía.
—Que los dioses
nos protejan —dijo y esbozó una sonrisa tímida, mientras con la otra mano cogía
el arco y una flecha, listos para la pronta batalla. Mark, junto a nosotros,
tomó su hacha y respiro hondo el aire de la aurora.
En cuanto subí
el cristal y pedí el deseo, el espacio-tiempo se distorsionó bruscamente. Pero
los segundos anduvieron y nada sucedió.
—¿Qué ocurre?...
¿No crees que ya pasó mucho tiempo? —preguntó Mark, con cierta preocupación en
su voz.
—No sé qué pasa
—respondí, haciendo mía su preocupación.
Alana me miró,
también se mostraba extrañada por la demora.
—No me gusta, Daniel...
—expresó ella, luego de incontables segundos.
—No temáis —dijo
una voz; yo reconocí la voz del anciano del cristal—. Los Magos Oscuros
presentan oposición... El poder del Cónclave es fuerte, pero no pueden
vencerme... Alzadme sobre vos..., no os dejéis vencer.
Inexplicablemente
comencé a sentir mucho cansancio, la oscuridad me iba envolviendo; sentí
desmayar.
—Daniel, ¿Qué
tienes...? —la voz de Mark se desvaneció dentro de mi cabeza, en tanto todas
las luces se apagaron.
Escuché un
parloteo intenso y unas manos poco delicadas que tocaban mi rostro, pero fue la
palmada en la mejía derecha la que me trajo a la conciencia de presto.
—¡Despierta o te
daré otra! —gritó Mark. Abrí los parpados—. ¿El cristal? —pregunté al verme
tirado en medio del húmedo pasto; el cristal se encontraba a centímetros de mi
mano abierta—. ¡Me desmayé! —concluí.
—Levántate, Daniel,
estamos siendo atacados —apremió Alana, liberando flechas tras flechas contra
el enemigo cercano.
Me recobré por
completo —tuve que hacerlo pronto—, y encontré a Mark reclinado sobre mí,
tratando de despertarme. Él me cubría con su escudo de las saetas y las lanzas
orcos que venían desde el cielo como una mortífera lluvia.
—Anda, no
podemos esperarte más —volvió hablar Mark, tendiéndome la mano para ayudarme a
incorporar.
Yo cogí la joya
mágica y la eché dentro del morral. Tomé la mano de Mark y di un salto que me
dejó de pie de frente a una horda de orcos, que corrían a nuestro encuentro a
varias decenas de metros.
—¡Cressenta!
—grité, el escudo se materializó y creció. Cogí mi hacha—. ¡Ahora verán, ratas!
—exclamé.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Dame tu opinión, gracias.