Ataque al Cónclave de los Magos Oscuros (Fragmento)
La saeta cayó rota en
dos partes más allá de su punto de encuentro con el filo del hacha. Thor se
incrustó en el piso de losas pétreas a unos sesenta metros de distancia de
nosotros. En el segundo que esta rompía la vara de la flecha, logré interponer
el escudo frente a Alana. La espada de hoja curva quedó adherida en él sin
penetrarla.
Thor vibró y se
desprendió del piso retornando a las manos de su dueño, mientras mi escudo se
replegaba, cayendo en el suelo la espada de Jenny.
—Alana —pronuncié su nombre. Cuando todo
acabó, giré y la abracé. Necesitaba saber que se encontraba bien—. Pensé que te
perdía… Alana, ¡ella es mi hermana! —le dije. Entonces, di la vuelta hacia
Jenny y me dirigí a ella para abrazarla con fuerza. Mark corrió junto a
nosotros y, abarcándonos con los brazos, nos atrapó con ellos. Los tres
lloramos como niños pequeños. Él nos acariciaba la cabeza y nos palmeaba los
hombros—. Nunca perdí las esperanzas de hallarte —le dije, tratando de
endurecer la voz—. Aunque, por momentos casi lo hacía.
—¡Dany!...
¡Mark! —chilló Jenny—. Hermanitos... Ellos me dijeron que estaban bajo el
hechizo de esa bruja y sus hordas, y que debía asesinarla para liberarlos del
encantamiento, o ustedes morirían... Yo no quería lastimar a nadie...
Nos separamos y
nos vimos a los ojos, había tanta alegría que olvidamos la presencia de los
enemigos.
—¿Qué haces con
estos? —le pregunté como un reclamo, haciendo a un lado la inflexión de mis
labios—. Ellos son los malos —le dije.
—Sí, te has
equivocado de lado —dijo Mark.
—No —alargó
aquel "no"—. Yo así lo creía, pero me demostraron que estaba equivocada
—miramos hacia los magos oscuros—. En realidad solo me salvaban de ellos —Jenny
giró el rostro hacia Alana y los demás elfos y Heracleanos—. Ellos son los
malos. Los magos me lo enseñaron en las pilas de las Aguas Mágicas. Esa mujer,
a la que llamas Alana, lanzó un conjuro sobre los dos, y desde entonces ven
nada más lo que ellos quieren que vean. La prueba son esas cosas en sus
cabezas.
Toqué la argolla
en mi frente.
—Si fuera así,
¿por qué la capucha en tu cabeza? —dijo Mark con ese aire de querer tener la
razón.
—Fue para que su
hechizo no me llegara a mí. De lo contrario, yo también llevaría una como
ustedes —respondió Jenny, convencida de la historia que le habían contado—.
Tenemos que eliminar a esa mujer, o no podremos regresar a casa. Deben creerme.
—No es así —repliqué—.
El cristal dijo que ellos te habían engañado.
—¿Qué cristal?...
—Este...
—respondí sin terminar la frase, quedando a punto de sacar el cristal del bolso
porque, en ese momento, Mark habló:
—¿Qué haces?
¿Quieres que ellos lo vean? —susurró a regañadientes. Inmediatamente volví el
cristal a la bolsa y la cerré, confiando en que no la habían visto nuestros
enemigos. Mark volvió a susurrar—: Quería decirles que tengo una idea. Hay una
forma de saber quién dice la verdad... —Nos acercamos a él para que pudiera
explicarnos su plan.
Un minuto
después.
—Es buena idea
—dije, mientras Jenny asentía con la cabeza—. Haremos así como dices, Mark.
—Luego me adelanté, mientras Jenny y Mark se apartaban unos pasos—. Hemos
llegado a un acuerdo con mis hermanos —grité para que todos pudieran
escucharme—. Hemos acordado no intervenir en su lucha. —Si hubo alguna muestra
de asombro, no la pude discernir. Ambos bandos permanecían en guardia, listos
para atacarse—. Nosotros nos iremos por donde vinimos y ustedes podrán seguir
con lo suyo —dije. Volví con mis hermanos y sin darles la espalda a los dos
grupos contendientes nos dirigimos a la salida del salón. Jenny cogió su espada
del suelo; la empuñó entre las manos, lista para defenderse de quienes ella
creía sus enemigos: los elfos y Heracleanos.
Mis ojos
buscaron a los de Alana; dentro de mí sabía que no podía haber error. Los ojos de ella tampoco se apartaron de los
míos a pesar de poner en riesgo su vida al descuidarse del enemigo. Kaleín vio
por un instante cómo nos retirábamos, pero no hizo nada para evitarlo. Cuando
estuvimos a punto de cruzar el umbral de roca del salón...
—¡Detenedles, no
dejéis que se vayan! —sonó una voz antigua.
Las fuerzas
Orcos intentaron cerrar el círculo alrededor nuestro. Los Heracleanos y elfos
se interpusieron; la violenta escaramuza se armó. Las espadas cobraron sus
cuotas de sangre Orco, Elfo, Heracleano y la de los nuevos enemigos de cuatro
alas. El grupo de magos oscuros comenzó andar entre los combatientes sin ser
tocados por flecha o espada alguna, pues un escudo invisible les protegía.
—¡Aprisa! —gritó
Mark—. ¿Qué dices ahora, Jenny...? —interrogó, frenando abruptamente ante la
presencia de un Troll. Mark irguió la cabeza mirando con asombro al gigante
cuyo cuerpo terminaba de desdoblar, luego de pasar por el arco de la puerta que
resultaba ser chico para él. Traía los brazos hacia atrás, dejándolos por fuera
de la entrada.
—¿Por qué no nos
dejas pasar Ark? —Jenny le habló al gigante; este no respondió—. No comprendo,
tú eres mi amigo a pesar que no te huelen bien las axilas... ¡Déjanos ir!
—Aun no, pequeña
mía —dijo el mago oscuro encabezando su grupo—. No podéis iros todavía cuando
casi cumplís vuestro cometido.
—¡Aelfric! ¿Qué
pasa? —interrogó Jenny al anciano del largo gabán—. ¿Por qué no nos deja ir?
—Ahora que ya
están todos reunidos aquí, en familia, ¿por qué queréis partir? —replicó el
anciano—. Hemos esperado tanto por vuestra presencia que no está bien que os
vayáis así, sois los invitados principales. Lamento deciros que ellos tenían
razón. Muchas veces la inocencia es un arma de doble filo, y hace daño a quien
la posee. Como ya os diste cuenta, os mentí, pero fue por una buena causa...
Nuestra causa... Para eliminar el peligro que se cierne sobre nosotros, debemos
eliminarlo desde la raíz, y vosotros sois esa raíz —levantó las manos queriendo
tomar las de Jenny; ella las apartó—. Ahora que me estaba encariñando de vos,
tengo que mataros y a vuestros hermanos. Pero ¿qué más da?, cualquier cachorro
os puede remplazar...
—Eres un...
—Ha, ha. No os
atreváis —la interrumpió Aelfric—. Son palabras muy feas para vuestros
labios... y para alguien que dejará de existir ahora... Si esperabais alguna
ayuda, temo que esta no vendrá —dijo, señalando con la mano en dirección de la
entrada en donde se hallaba el Troll. El gigante trajo los brazos hacia
adelante; con cada mano cogía el cuerpo sin vida de un Elfo. Kaleín y Alana los
vieron y reconocieron en ellos a Alaric y a Aelric. El Troll lanzó los
cadáveres a nuestros pies y terminó de hacer su entrada. Detrás de él venían
muchos Troll, junto con hordas de Orcos con largas picas y corpulentas
espadas.
—¿Cómo pude ser
tan ingenua? —se increpó, y antes que pudiéramos abrir la boca, dijo—: Mejor no
digan nada.
Le hicimos caso.
Los guerreros,
ante la seña del mago principal, nos rodearon. Nuestras armas permanecían listas
para entrar en combate. Vimos a Jenny, cogía con firmeza su espada curva, lucía
todo el plante de un espadachín.
—Hey, ¿quién te
enseñó? —le pregunté con cierta admiración.
—¿Quién crees?
—respondió.
«¡Qué ironía!»,
pensé.
Nuestros amigos
se abrieron espacio a golpe de hierro y flechazos, en tanto nosotros logramos
movernos también en su busca.
El salón se
inundó de alaridos, gritos y estrépitos metálicos. A pesar de nuestra
desventaja numérica lográbamos subsistir. Pero nadie puede subsistir por mucho,
más si el contrario continuaba aumentando sus fuerzas, y sus deseos por acabar
con nosotros. Tarde o temprano, si no abandonábamos el castillo, seríamos
vencidos y, entonces, de nada habría valido rescatar a Jenny. Era evidente que
no podíamos huir por el mismo camino por el que llegamos porque el paso lo
custodiaban tenazmente decenas de guerreros. Angara y los suyos peleaban con la
ferocidad de los orcos, o de los hombres cuadri alados, o de los Troll. Por el
momento, las bajas eran enemigas, aunque no por mucho tiempo seguiría siendo
así.
—Así que
decidisteis no iros después de todo —dijo Kaleín, esgrimiendo su espada y
asestando mortales estocadas a los Orcos—. ¿Pronto os olvidasteis de vuestros amigos?
No podía
permitir que él —especialmente Alana—, creyera que nos escabullíamos como ratas
en el barco que se hunde.
—Debíamos
demostrarle a Jenny quiénes eran los buenos —repliqué, en tanto quebraba una
espada con Asghar—. Pero discutiremos esto en otra vez... cuando salgamos de
aquí.
—Supongo que os
doy la razón —replicó Kaleín.
—Debemos buscar
otra salida —gritó Alana.
Miré al rededor.
En el fondo de la galera, una escalinata se perdía detrás de un estrecho
portal; al parecer subía a una de las torres del palacio. Estando fuera del
castillo, el cristal nos ayudaría a reunirnos con los ejércitos aliados, y
emprender el retorno a los reinos.
—¿Puedes
ayudarnos a bajar de aquí? —pregunté al viejo del cristal.
—Tengo el poder
—respondió—, siempre y cuando estéis fuera de estos muros.
—¡Dalo como un hecho!
—dije, dando con el canto de Asghar, en la cabeza de uno de los hombres alados;
este se desplomó de lado desmayado—. ¿Qué les parece si nos vamos por allá?
—Apunté con el hacha a las escalinatas—. No veo otra ruta posible.
—No sabemos a
dónde lleva, pero es la única salida que nos queda —contestó Alana—. Corred, yo
te protejo, Daniel.
La miré, ¿cómo
podía imaginar que la dejaría?, así que la tomé por la mano y le dije: —Sin ti,
no, Alana. Deberías de saberlo.
—Nosotros os
cubriremos las espaldas. —Escuchamos la voz de Angara—. Elfos, llevadlos fuera
de aquí... Apresuraos.
Los guerreros
Heracleanos formaron, inmediatamente, una barrera y contuvieron el avance
enemigo.