La mudanza
(Fragmento)
Cuando te encuentres solo en la gran
casona, la del viejo camino al Valle Solitario, y sientas el viento helado
soplar entre el follaje y lo escuches gemir; y las hojas secas del antiguo
árbol de maple se deslicen por el pavimento del patio como pequeños pasos
corriendo; y la luna llena esté en lo alto, mientras las nubes la abandonan
rápidamente, dejándola solitaria en medio del cielo sin estrellas; en ese
momento, puedes estar seguro que sucederán las cosas más insólitas que jamás
hayas visto en tu vida.
Así comenzaban siempre los relatos del
abuelo Jonathan, aunque poco recordamos lo que seguía.
Él murió hace mucho cuando apenas teníamos
ocho años. Al menos eso fue lo que nos dijeron.
—¿Recuerdas la vieja casa de la colina
Hantong, la del camino al Valle Solitario? —pregunté a Mark, mi hermano, quien
se encontraba recostado en su cama despreocupadamente, lanzando el balón de
fútbol para arriba y volviéndolo atrapar.
—No —respondió.
—La casona que tanto nos mencionaba el
abuelo, la casona embrujada —le describí mejor para que la recordara.
—Ah sí, esa casa. ¿Qué hay con ella?
—Dice aquí que está a la venta —señalé con
el dedo el monitor de la computadora del escritorio.
—¿Si? No me digas y ¿quién querría
comprarla? —Mark dejó de jugar con el balón y se sentó en la orilla de la
cama—. ¿Sale alguna foto?
—Sí, aquí hay algunas. Mira.
Él se levantó perezosamente y caminó
descalzo los pocos pasos entre su cama y el escritorio, colocándose junto a mí
por detrás de la silla.
—¡Súbela! —dijo.
Di vuelta a la ruedita del ratón para
hacer un scroll; las fotos comenzaron a moverse de abajo a arriba en la
pantalla. Cada foto mostraba un ángulo diferente del exterior de la casa. Era
una construcción bastante antigua y se miraba muy descuidada, con sus paredes
de ladrillos desnudos, el techo de cuatro aguas cuyas tablillas habían empezado
a caerse desde mucho tiempo atrás, y las que aún permanecían en su lugar
estaban muy carcomidas.
—Mira, ¿será ese el patio al que se
refería el abuelo? —Señalé un sitio en la foto.
—¡Umm! Creo que sí. Y ese podría ser el
árbol de... ¿De qué dijo que era? ¿De abeto?
—No, dijo que era de... —Me esforcé en
recordarlo. Eran casi diez años que no escuchábamos hablar de la leyenda de la
Casona, después de la muerte del abuelo—. ¡Maple! —respondí rápidamente como si
se tratara de un concurso.
—A sí, era de maple. Recuerdo lo de la
entrada al otro mundo y todas las cosas extrañas que podíamos encontrar allí.
¡Puras fantasías! —Mark lo dijo del mismo modo como lo dicen las personas que
ya no creen en los cuentos, las leyendas y las historias de fantasía, como los
adultos y algunos de mi edad, los que se consideraban “cultos” e
“inteligentes”, los que ya no querían creer en eso. Por nuestra parte, desde
hace años nos habían dicho tantas veces que no debíamos dejarnos llevar por
niñerías. Eran las palabras que solía escuchar de mucha gente, sobre todo de
las cultas e inteligentes.
Bueno, en cierta forma, Mark tenía razón,
estaba bien para niños de seis, siete u ocho años, o tal vez aún, para los de
nueve, pero para adolescentes como nosotros, “solo eran fantasías”.
—¡Mark..., Jenny..., Danniell, la comida
está hecha! —anunció mi padre al pie de las gradas. Como ninguno de los tres
dimos señales de vida, él volvió a llamarnos. Fue mi hermana la primera en
responder desde su habitación, luego fui yo. Mi hermano siquiera se molestaba
en contestar. Así que bajamos. Iba a medio camino en los peldaños cuando
recordé haber dejado encendido el ordenador, pero no quise regresar tan solo para
desconectarlo.
—Jenny, amor, pon los platos —dijo
Steward, nuestro padre, en tanto llevaba por el asa la sartén con su receta
favorita: huevo frito y tocino—. Mark, trae los cubiertos —añadió.
Como por el momento no hubo tarea para mí,
me senté a la mesa y esperé el servicio.
Jenny dispuso los platos en la mesa en los
lugares correspondientes a cada uno. Mi padre intentó colocar la sartén en la
base de corcho, en el centro de la mesa, pero el asa estaba demasiado caliente
que debió soltarla antes de llegar, a pesar del guante acolchonado. Agitó la
mano tratando de aplacar el dolor.
Todos nos sentamos y nos servimos a
nuestro entero gusto, como siempre.
Jenny comía despacio, rebuscando con el
tenedor lo que se metería en su boca, mientras Mark, al contrario, comía tan
arrebatado como si fuera un náufrago abandonado.
Comíamos plácidamente cuando Steward
decidió darnos un anuncio, un anuncio que cambiaría el resto de nuestras vidas.
—Bueno, chicos, les diré como está el
asunto —se limpió la comisura de los labios con la servilleta de tela y la dejó
por ahí a un lado del plato—. Sé que no les va a gustar, pero por razones de
fuerza mayor tendremos que dejar esta casa —y antes de que protestáramos, subió
la mano abierta para pedirnos tiempo fuera—. Esperen, sé lo que van a decir: lo
difícil que es hacer nuevos amigos, ir a otra escuela y todo eso. Ya no puedo
seguir pagando la hipoteca, es más, no la he pagado desde varios meses... —a mi
padre le fue duro poder explicarnos esto, lo vi en su cara—. No les quise decir
que el negocio andaba mal, muy mal... No quería preocuparlos, hijos. Al menos,
no hemos pasado hambre, y no nos han faltado otras cosas... —puso sus manos en
la mesa y se levantó sin haber terminado de comer. Me pareció que estaba
frustrado. Antes de irse, dijo—: Danniell, a ti te toca lavar la loza, no lo
vayas a olvidar —y se retiró a su pequeño taller.
Nos quedamos, literalmente, boquiabiertos
viéndonos entre nosotros; sentí como si un tornado acabara de arrasarnos de
repente.
—¡Caracoles! —dijo Jenny, arqueando las
cejas, masticando lentamente.
—¡Vaya! ¿Qué fue todo eso? —se preguntó
Mark, quedándose con la boca abierta.
Yo no dije nada, pero no dejé de
sorprenderme igual que ellos.
—Lo escuché una vez hablando con tío Ralph
por teléfono, le decía lo malo que estaba todo, pero no pensé que fuera tan
malo —confesó Jenny bajando la voz.
—¡Malditas hipotecas! —gruñó Mark, en voz
baja.
—Deja de maldecir —le regañó Jenny muy
seria—. Tu boca te condenará.
—¿Debe haber algo que podamos hacer?
—realmente solo lo quería pensar, pero lo expresé en voz alta. Los miré
insistentemente, pero no hubo respuesta más allá de devolverme la mirada—. Creo
que no —dije.
Luego de comer, lavé la loza, era mi turno
de hacerlo tal como lo dijo mi jefe. Desde que mi madre murió, hace cinco años,
Steward, decidió repartirnos ciertas obligaciones de la casa; de algún modo fue
una terapia para superar la pérdida. Por otro lado, él no podía permanecer
siempre con nosotros, debía estar al tanto del negocio, su pequeña ferretería
de la cual también dependían seis empleados. El negocio empezó a decaer cuando
una de esas grandes cadenas vino a establecerse aquí, y no venía únicamente con
restaurantes y almacenes, sino con toda clase de negocios que hicieron quebrar
a los pequeños como mi padre porque todo el mundo, en Oldroad, corrió al gran
centro comercial olvidándose de los autóctonos. Realmente comprendíamos a
Steward, así que no lo culpamos. Anterior a la llegada del centro comercial, él
había hipotecado la mayoría de los bienes con la idea de invertir el dinero en
la ferretería. Para todos los del pueblo fue una sorpresa —no mentiré, pero
pensamos que se trataba de una excelente oportunidad de progreso económico—,
saber de su pronta construcción. No pudimos ver el oscuro advenimiento que representaba.
Para nuestra buena suerte,
estábamos en un período de receso escolar cuando todo esto sucedió, por tanto
no nos afectó en ese sentido.
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