Historia de los escritores
(Fragmento)
Todos los muebles ocupaban un lugar en la
casa y los que no lo hallaron, terminaron guardados en el sótano, en alguna
parte junto a la caldera, o en la buhardilla.
Dos semanas transcurrieron desde nuestra
llegada, y tengo la sensación de haber estado aquí desde hace mucho tiempo; quiero
decir, como si nunca nos hubiéramos ido.
Rockville está en una región semi
montañosa; suele amanecer inmerso en una bruma y, la mayor parte del año, el
cielo está nublado a partir de las cinco de la tarde. Cuando la bruma comienza
a disiparse, alrededor de las seis de la mañana, un sol radiante irrumpe en el
cielo y, aun así, el frío sigue imperando. A pesar de la distancia, se puede
escuchar el viento soplar entre los pinos del bosque circundante. Las colinas
surgen un poco más allá, pero no se alcanzan a ver por la distancia y por su
poca elevación; aunque eran visibles desde las azoteas de algunos de los
edificios del pueblo.
En cierta mañana, no hace mucho, una idea
vino a mi mente repentinamente y se quedó fija en ella: es la casa Hantong.
Trato de entender su relación conmigo, por qué su imagen me persigue y persiste
como cuando uno, inexplicablemente, recuerda la tonada de una canción que no ha
escuchado durante mucho tiempo, y finalmente de tanto oírla mentalmente, termina
por tararearla. Es un misterio. No me asusta, pero me provoca curiosidad y
ansiedad. Es así, como cuando era chico —muy chico—, y las cerillas me
invitaban a tocar la pequeña hada danzante, con sus bellos colores naranjas,
amarillos y azules moviéndose con el viento —queriendo volar—, y su calidez al
acercar mis dedos a ella. Entonces no conocía sus efectos al tacto. Esa vez, mi
madre, besó mi mano —aunque solo fue un dedo el que el hada mordió—, y lo curó.
Desde entonces, sé que no se trata de un hada y que no muerde, si no, quema.
Así, la casa Hantong, me atrae pero presiento que puede acarrear consecuencias
como el hada del cerillo.
Faltaban pocos días para volver nuevamente
a la escuela, el verano pronto finalizaría. Quería agotar ese tiempo visitando
y conociendo mi nuevo pueblo, así que, hace algunos días, Jenny, Mark y yo,
visitamos el cine. Compramos los boletos para ver una película: Año Omega. La
trama no importa, sino lo que ocurrió después. Sabemos que la mejor hora para
ver una peli es de las seis de la tarde en adelante, pero quisimos ir a la
función matutina, al de las 8:00 a.m. Según nuestros planes, iríamos luego a
comer al Restaurante Chilis´ Pepper, a dos cuadras del cinematógrafo. Al
llegar, el lugar estaba sumamente abarrotado, por tanto, en vez de comer allí,
compramos tres órdenes para llevar y nos dirigimos al parque. Anduvimos otras
dos cuadras hacia el norte del restaurante, y atravesamos la avenida Arlington,
entre la biblioteca y el parque. Lo primero que nuestros ojos apreciaron fue la
imponente estatua del joven de cabello corto y peinado con raya al centro, con
su traje antiguo, e imponentes facciones del hombre seguro de sí mismo. Concebí
la idea de que no se trataba de uno de los fundadores de Rockville.
Comíamos a la sombra de un roble, en las
bancas de hierro.
—¡Esto quema! —dije tras morder y engullir
uno de los extremos del taco de carne de cerdo con chile—. ¡Dios, me quemo!
—grité arrojando parte de lo que tenía masticado.
—¡No seas asqueroso!... —dijo Jenny, en
tanto Mark se reía.
—Toma un poco de soda —extendió la mano
con el vaso de Coca Cola, ahora compadecida de mí.
Yo cogí la bebida y me apresuré en beber.
Tomé casi la mitad del contenido hasta que el ardor en labios y lengua se hubo
extinguido tan solo un poco.
—¡Qué bueno está esto! —expresé,
refiriéndome al taco—. ¿Es comida mejicana, verdad?
—¿No dirás que nunca la habías comido? —me
interrogó Mark mientras deglutía el suyo.
—En serio, es la primera vez —respondí
volviendo a clavar los dientes en el delicioso comestible—. Esto quita el frío
—afirmé con un lado de la boca henchido de taco.
Tosí, casi me atraganto. Bebí más Coca
Cola para pasar el picante.
—No te creo Danniell —dijo Jenny,
disfrutando del calor de aquella comida.
—¿Es curri? —pregunté.
—No, es chile —respondió ella—. Creo que
le llaman jalapeño.
—Calienta tanto como el whisky —afirmé
suponiendo que sería una buena comparación a pesar de nunca haber probado la
bebida alcohólica.
—¡Ah! ¿Has bebido whisky? —interrogó Jenny
sorprendida.
Sorprendida porque, de los tres, yo sería
el que menos me atrevería a hacer algo así. Aunque realmente, mi vida siempre
ha sido demasiado tranquila. Siempre he vivido al margen de mi propia vida, he
sido el menos arriesgado, el acomodado, el... no sé. El que siempre le huye a
las cosas complicadas y prefiere lo sencillo. Sí, ese soy yo.
—No..., pero imagino que así debe ser
—aclaré, antes de que mis palabras fueran a caer en oídos de Steward—. No se te
ocurra ir con esto a Steward —le advertí.
—Yo sí, ya lo probé —intervino Mark. Su
aseveración nos sobrecogió, era algo que no conocíamos de él—. ¿Recuerdan a
Larry Stacton?
—¿El escuálido del primer año? —preguntó
Jenny—. ¿El que solo venía a la escuela tres veces a la semana?
—Sí, lo recuerdo... Pobre fiambre... ¿Qué
hay con él? —dije.
—Sí, ese... Pues una vez, cuando estábamos
reunidos en casa de Jeremy Bolton y los otros chicos —narró Mark—, para
congraciarse con nosotros y entrar en el grupo, trajo una botella de un Johnnie
Walker etiqueta azul...
—¡Wow, regio! —exclamé.
—¿No dirás que bebiste? —interrogó Jenny
con mirada inquisidora, y agregó—: Vaya, mi hermano el borrachín. ¿Cuántas
veces lo has hecho?
Mark no respondió, siguió masticando y
deglutiendo.
—Por eso tenías olor a alcohol —aseveré,
claro que mentía descaradamente para molestarlo.
Una
sorpresiva ráfaga de viento tiró sobre nosotros las hojas secas y el polvo
almacenado en la estatua, haciéndonos cubrir nuestros almuerzos con las manos.
—¿De dónde vino todo...? —Interrumpí la
pregunta en el instante de derramar mi vaso de soda entre los largueros
metálicos del asiento de la banca. La tapadera salió disparada, y tras de ella,
el contenido restante del vaso. Abajo de la banca, una laguna oscura yacía
mientras las últimas gotas seguían cayendo lentamente en ella. Los cubos de
hielo patinaron y se acumularon en el final del asiento; algunos de ellos resbalaron
entre los largueros, precipitándose en el charco oscuro.
Al pasar el vendaval, miré en dirección de
la estatua de piedra y tuve la sensación que ella me veía. No era de esas
sensaciones cuando uno ve un cuadro o una pintura, y parece que nos persigue
con la vista, o como cuando, durante las noches de luna, esta nos sigue. La estatua realmente me miraba a mí.
Dejé el vaso de la soda ahí donde quedó,
me levanté del asiento. Mis hermanos no se dieron cuenta que yo me dirigí hasta
el pedestal de la figura de piedra porque estaban sacudiéndose la suciedad de
sus ropas. Me quedé parado frente a ella. Luego de apartar los ojos de la
imagen, vi en la base de mármol una inscripción tallada en alto relieve, en una
placa metálica, la fecha de 1950. El
monumento era en honor a un tal John Ronald Reuel
Tolkien. No dejé pasar desapercibido algo en la inscripción, no tenía
fechas de nacimiento ni defunción. Mencionaba a Tolkien como un personaje
distinguido que había visitado en 1910 a Rockville.
—¿Quién será? —me pregunté.
Retrocedí un poco, miré la
imagen por última vez antes de dirigir la atención al siguiente punto; a varios
metros de allí yacía la otra estatua. Fui en busca de ella. Mis hermanos me
vieron marchar, sin preguntarme nada; estaban ocupados comiendo. Caminé por los
pasajes del parque, entre los pocos transeúntes que iban y venían; al igual que
yo, visitantes del lugar.
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